Juan Sharpe La Nación. 2 – 8 -07
Hay días que los alegra un democratacristiano. No es frecuente pero a veces sucede. Pasó cuando Eduardo Frei Ruiz-Tagle reclamó la estatización del Transantiago, una obviedad que a los cerebros concertacionistas no se les ocurriría plantear porque les significaría asumir que el Estado, o sea ellos en las últimas dos décadas, es el responsable de transportar a cualquier persona que quiera moverse en la región metropolitana.
Prefieren convertir el servicio público de transporte en un volumen de negocios para empresarios ineficaces y frescos, tipos a los que hay que destinar un montón de presupuesto y un ejército de fiscalizadores para que cumplan la ley.
Curiosamente, fue un democratacristiano de viejo cuño republicano el que recordara que en un país hay obligaciones con los gobernados, produciendo una alegría efímera, fugaz, incierta, porque los operadores están dedicados a otras cosas más trascendentes que estos aburridos temas de Estado.
No hay ciudades donde el transporte público sea un negocio privado. Ni Nueva York siquiera. Es una obviedad pero los administradores de ese santo grial llamado “modelo”, no quieren problemas con sus mecenas ni con su memoria. Prefieren mirar para otro lado, y por eso la propuesta de Frei Ruiz-Tagle fue ninguneada completamente apagando esa alegría venida de la raíz democratacristiana.
Ayer, que era otro día gris en este invierno largo como día sin pan, fue la presidenta de ese mismo partido quien vino a alegrar las cosas con una dosis de sentido común y con evidente visión estadista, dos excentricidades en estos tiempos díscolos. Soledad Alvear vino a recordar que el Hospital Militar es una institución pública y que debería pasar al Ministerio de Salud cuando los militares terminen la construcción de su nuevo y magnífico edificio de La Reina. A nadie se le había ocurrido antes, lo que magnifica el sentido común de su reclamo y repone uno de los temas pendientes de esta democracia, que es la inclusión plena de las Fuerzas Armadas en el entramado de la administración pública y para que dejen de operar como un grupo de privilegios en una sociedad con carencias dramáticas en los servicios públicos, sean de salud o no.
Para Alvear derribar el hospital de Providencia con Holanda sería impresentable e inmoral, un alarde moralista con sentido de Estado que alegra un día gris de invierno. Lo increíble es que nadie había advertido que ese edificio público estaba ya dedicado a la especulación inmobiliaria como si el Estado fuera un agente más del mercado especulativo de suelo. Alvear, que está en campaña, no lo olvidamos, fue a dar este recado hasta la oficina del ministro de Defensa asumiendo las peculiaridades de los ejércitos discriminados positivamente. En un país donde los pobres son atendidos y mueren en los pasillos de los hospitales y consultorios, los profetas neoliberales miraban al techo cuando uno de los buenos hospitales públicos estaba entregado a la picota de la demolición. Tuvo que venir otra democracristiana de viejo cuño a alegrarnos con el recordatorio. Ahora la cuestión es quién le pone la firma al decreto que paraliza la especulación de suelo a manos del Estado y recupera un hospital para la red pública.
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